lunes, 13 de febrero de 2017

un pedazo de mar y una ventana - manuel cofiño

Porque siempre hay un libro, una sonrisa, una hoja en el aire, un pedazo de mar y una ventana, que son la recompensa. La conocí en el campamento Maravilla Roja. Jefa de una brigada. Entusiasta, incansable, y además era la admiración porque no le tenía miedo a las ranas que abundaban en las siembras de berro. La miraba subir cada día ágilmente a la carreta, y los domingos lavar su ropa bajo el framboyán. Durante el tiempo que estuvimos allí, conversamos diez o doce veces. Me gustó la forma que tenía para decir las cosas. Que si el amor y las palabras arden y se apagan, saltan y se buscan como semillas y cenizas. Algo así decía. Y era como si limpiara las palabras frotándolas contra la vida. A los hombres nos trasladaron y ella se quedó allí con sus muchachas. Recuerdo que al despedirse dijo : bueno, y me alegro de que existas. Poco meses después la encontré frente a Coppelia, imprudentemente parada en una esquina, con el cabello turbio y despeinado. Por un momento creí tener una visión. La vi rara (no era sólo la forma de vestir, sino el conjunto). Se puso nerviosa, empezó a hacer movimientos cómicos y torpes. Cargaba con ambas manos un montón de libros. Llevaba un pulóver verde y un pantalón de mezclilla. Sus ojos resaltaban de una manera extraña. Después nos encontramos varias veces. Un día la llamé y vino. Empujó la puerta de este cuarto tristísimo y entró como una canción. No voy a contar nuestra historia. Ni hablar de su voz, su mirada, la sorprendente luminosidad de su presencia. Era fea, pero vibraba como un instrumento vivo, y aplastaba la tristeza con caricias: ahuyentar, arrancar la tristeza porque es árbol estéril y frondoso y decía, me besaba. Y el amor es flor rara, delicada, cuesta trabajo que abra, dura poco, se deshoja enseguida. Las otras son resistentes, nacen donde quieren, crecen solas, no requieren cuidados. Y ponía en mi boca sus besos. Y la luz, la mañana, el sueño y la verdad echaban a andar al mismo tiempo. Cuando llegaba, este pequeño cuarto se poblaba de latidos (ella decía que de pájaros y flores), pero lo cierto es que ponía el aire en su lugar entre murmullos. Se quitaba la ropa como si regalara sus vestidos al viento. Cómo olvidar la alegría de su cuerpo, la flexibilidad de su cintura, sus pechos, sus jugos y sabores. Era una inventasueños y verdades. Descalza besaba el piso, los azulejos rotos del pasillo.Sentía cariño por las latas oxidadas donde crecían los geranios, las paredes descascaradas, el ruido de la enredadera contra el cinc, el pedazo de mar en la ventana. Hablaba de gorriones y disparos, de incendiar la triteza. Iba de un lado a otro arreglando cacharros, su cuerpo cantaba y sus canciones subían por la paredes. Le gustaba el olor al ajo y hierbabuena. Hacía chirriar los platos y los vasos. Conseguía hacerlo todo sin esfuerzo, como si sus manos dominaran sobre las necesidades cotidianas. No hacía preguntas. Se contestaba sin ellas y, a veces,hacía del silencio su voz. Cómo olvidar su cabeza inclinada, la caída de su cabellera sobre el hombro.Ese algo que tenía que no se puede explicar, que no se podrá jamás describir ni decir porque sería como tratar de mostrar el corazón de la lluvia. En su mirada la mañana aparecía espontáneamente como el agua. Agua de compañía al despertar. En su cuerpo el tiempo era diminuto, menudo, frágil. Decía: el amor son dos cuerpos amarrados con una soga loca, un martirioplacer fugaz, intenso, fulminante. Manejar el amor es manejar el fuego, decirle que no arda. Esto del amor es un problema, te dan demasiado o no te dan ninguno, y todo el mundo se lleva su golpe; y además es invisible y nace y muere y no somos ni eternos ni puros. Y aplastaba con sus labios mis protestas. Entonces hablaba sobre la opresión familiar, la icomprensión de los padres, la aurora de una nueva época, la lucha por hacerla. Y había algo en ella que siempre había estado conmigo. Hay que olvidar las cosas débiles, las frágiles, los pensamientos melancólicos. La vida es una música severa. Y yo la contemplaba hablándome, desnuda, sentada en la cama, con la cabeza apoyada sobre sus rodillas y las manos cruzadas sobre sus piernas encogidas. Nunca estuve seguro de si volvería al día siguiente, al cabo de un mes o una semana. Le molestaba estancarse en las cosas. A veces pasaba semanas sin venir. Iba al amor grande a todo no al chiquito de nosotros; marchaba al campo a hacer la vida con las manos, a acariciar la tierra, los frutos y las hojas. Regresaba ágil e inquietante. Las mejillas ardiendo, el pelo lacio veteado por el sol y la alegría chispéandole en los ojos. Cansada de buen cansancio, traía besos silvestres y una sonrisa amplia y temblorosa. Decía que el trabajo es la más hermosa alegría de la vida. Y la luz, la mañana, el sueño y la verdad echaban a andar al mismo tiempo. Pero un día no amanecí más en su mirada, perdí la gravedad de su carne entusiasta, la saliva sabia de sus besos, las uñas de sus manos busconas, el esplenderoso olor de su pelo. Dejó un hueco repleto de recuerdos, lecciones y silencios. ¿Con cuál ropa se fue? No sé. Algo se quebró, se evaporó, se hizo sombra y luz al mismo tiempo. Aquí sobrevive a su presencia en lo que eligió para ser recordada. En este cuarto quedó de ella un ligero olor, una voz en el viento, unas canciones cantando en las paredes, un aire, el ruido de la enredadera contra el cinc, una hoja olvidada, la luz entrando por la ventana y el chirrido de un vaso limpiando la tristeza. ¿Me enseñó a ser distinto?. No sé. Pero si la ven denle las gracias, porque me dejó la recompensa: un libro, una sonrisa, cuatro paredes llenas de canciones, un pedazo de mar y una ventana. ________________________________________ Nota: Cuento publicado en: "Anthologie de la nouvelle Hispanoamericaine" en francés y español.

jueves, 20 de febrero de 2014

la balada del álamo carolina - haroldo conti



A mi madre, doña Petrolina Lombardi de Conti,
y a la ciudad de Chacabuco, mi pueblo.

Ciruelo de mi puerta, si no volviese yo,
la primavera siempre volverá.
Tú, florece.
(anónimo japonés)

Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo.
Este álamo Carolina nació aquí mismo, exactamente, aun que el álamo Carolina, por lo que se sabe, viene mediante estaca y éste creció solo, asomó un día sobre esta tierra entre los pastos duros que la cubren como una pelambre, un pastito más, un miserable pastito expuesto a los vientos y al sol y a los bichos.
Y él creyó, por un tiempo, que no iba a ser más que eso hasta que un día notó que sobrepasaba los pastos y cuando el sol vino más fuerte y templó la tierra se hinchó por dentro y se puso rígido y sentía una gran atracción por las alturas, por trepar en dirección al cielo, y hasta sintió que había dentro de él como un camino, aunque todavía no supiese lo que era eso, lo supo recién al año siguiente cuando los pastos quedaron todavía más abajo y detrás de los pastos vio un alambrado y detrás del alambrado vio el camino, que es una especie de árbol recostado sobre la tierra con una rama aquí y otra allá, igual de secas y rugosas en el invierno y que florecen en las puntas para el verano, pues todas rematan en un mechoncito de árboles verdaderos.
Por ahí andan los hombres y el loco viento empujando nubes de polvo. También
 ya sabía para entonces lo que era una rama porque, después de las lluvias de agosto, sintió que su cuerpo se hinchaba en efecto aquí y allá y una parte de él se quedó ahí, no siguió más arriba, torció a un lado y creció sobre la tierra de costado igual que el camino.
Ahora es un viejo álamo Carolina porque han pasado doce veranos, por lo menos, si no lleva mal la cuenta. Ahora crece más despacio, casi no crece. En primavera echa las hojas en el mismo sitio que estuvieron el otro verano y por arriba brotan unas crestitas de un verde más encarnado que al caer el sol se encienden como por dentro, pero él ahora no pretende más que eso, esa dulce luz del verano que lo recubre como un velo. Y dentro de esa luz está él, el viejo álamo, todo recuerdo. De alguna manera ya estaba así hace doce veranos cuando asomó sobre la tierra y crecer no fue nada más que como pensarse. Sólo que ahora recuerda todo eso, se piensa para atrás, y no nace otro árbol. En eso consiste la vejez. Verde memoria.
Ahora es el comienzo del verano justamente y acaba de revestirse otra vez con todas sus hojas, de manera que como recién están echando el verde más fuerte (son como pequeños árboles cada una) por la tarde, cuando el sol declina y se mete entre las ramas el álamo se enciende como una lámpara verde, y entonces llegan los pájaros que se remueven bulliciosamente entre las hojas buscando dónde pasar la noche y es el momento en que el viejo álamo Carolina recuerda.
A propósito de la noche, los pájaros y el verano. Recuerda, por ejemplo, a propósito de los pájaros, el primero de ellos que se posó sobre la primera rama, que ha quedado allá abajo pero entonces era el punto más alto, ya casi no da hojas y es tan gruesa como un pequeño árbol. En aquel tiempo era su parte más viva y sintió el pájaro sobre su piel, un agitado montoncito de plumas. Descansó un rato y luego reemprendió el vuelo. Recién dos veranos después, cuando divisó la primera casa de un hombre y detrás de ella la relampagueante línea del ferrocarril, una montera armó un nido en la horqueta de la última rama. Cortó y anudó ramitas pacientemente y así el álamo se convirtió en una casa, supo lo que era ser una casa, el alma que tiene una casa, como antes supo del camino y del alma del camino, ese ancho árbol florecido de sueños. El nido se columpiaba al extremo de la rama y él, aunque gustaba del loco viento de la tarde, procuraba no agitarse mucho por ese lado, le dio todo el cobijo que pudo, echó para allí más hojas que otras veces.
Al final del verano los pichones saltaron del nido y los sintió desplazarse temblorosos sobre la rama con sus delgadas patitas, tomar impulso una y otra vez y por fin lanzarse y caer en el aire como una hoja. Un árbol en verano es casi un pájaro. Se recubre de crocantes plumas que agita con el viento y sube, con sólo desearlo, desde el fondo de la tierra hasta la punta más alta, salta de una rama a otra todo pajarito, ave de madera en su verde jaula de fronda.
Ese verano fue el mismo del ferrocarril. Antes viene la casa. No vio la casa por completo, ni siquiera cuando, años después, trepó mucho más alto, sino lo que ve ahora mismo desde el brote más empinado, un techo de chapas que se inflama con el sol y una chimenea blanca que al atardecer lanza un penacho de humo. A veces el viento trae algunas voces.
Con todo él ha llegado hasta la casa en alguna forma, a través de las hojas de otoño que arrastra el viento. Con sus viejos ojos amarillos ha visto la casa aun por dentro, ha visto al hombre, flaco y duro con la piel resquebrajada como la corteza de las primeras ramas, la mujer que huele a humo de madera, un par de chicos silenciosos con el pelo alborotado como los plumones de un pichón de montera.
Con sus viejas manos amarillas ha golpeado la puerta de tablas quebradas, ha acariciado las descascaradas paredes de adobe encalado, y mano y ojo y amarillas alas de otoño ha corrido delante de la escoba de maíz de Guinea y trepado nuevamente al cielo en el humo oloroso de una fogata que anuncia el frío, el tiempo dormido del árbol y la tierra.
El ferrocarril pasa por detrás de la casa pero hubo de trepar hasta el otro verano, cuando volvieron las hojas y los pájaros, para entrever el brillo furtivo de las vías cortando a trechos la tierra. Ya había sentido el ruido, ese oscuro tumulto que agitaba el suelo porque el árbol crecía tanto por arriba como por debajo. Por debajo era un árbol húmedo de largas y húmedas ramas nacaradas que penetraban en la tibia noche de la tierra.
Por ahí vivía y sentía el árbol principalmente, por ahí su día era un día del mundo, así de ancho y profundo, porque la tierra que palpitaba debajo de él le enviaba toda clase de señales, era un fresco cuerpo lleno de vida que respiraba dulcemente bajo las hojas y el pasto y sostenía cuanto hay en este mundo, incluso a otros árboles con los cuales el viejo álamo Carolina se comunicaba a través de aquel húmedo corazón.
Al este, por donde nace el sol, había un bosque. Lo divisó una mañana con sus ojos verdes más altos y todas sus hojas temblaron con un brillo de escamas. Era un árbol más grande, el más grande y formidable de todos. Al caer la tarde, con el sol cruzado barriendo oblicuamente los pastos que parecían mansas llamitas, los árboles aquellos ardieron como un gran fuego. Por la noche, el álamo apuntó una de sus delgadas ramas subterráneas en aquella dirección y recibió la respuesta. No era un árbol más grande, era un bosque, es decir, un montón de ellos, tierra emplumada, alta y rumorosa hermandad.
¿Por qué no estaba él allí? ¿Por qué había nacido solitario? ¿Acaso él no era como un resumen del bosque, cada rama un árbol? Todas estas preguntas le respondió el bosque, sus herma nos, noche a noche. Esta y muchas otras porque a medida que se ponía viejo, en medio de aquella soledad, se llenaba de tantas preguntas como de pájaros a la tardecita. Los árboles no duermen propiamente, se adormecen, sobre todo en invierno cuando las altas estrellas se deslizan por sus ramas peladas como frías gotas de rocío. Es entonces cuando sienten con más fuerza todas aquellas voces y señales de la tierra.
Los animales de la noche salen de sus madrigueras y roen la oscuridad, un pájaro desvela do vuela hacia la luz de una casa, un bulto negro trota por el camino, los grillos vibran entre los pastos como cuerdas de cristal, un perro aúlla en la lejanía, el hombre se da vuelta en la cama y piensa cuántas fanegas dará el cuadro de trigo.
En este mismo momento, en esta noche tan quieta, la semilla está trabajando ahí abajo, el árbol la siente germinar, siente su pequeño esfuerzo, cómo se hincha y se despliega y recorre, pulgada por pulgada, el mismo camino que ha trazado el deseo del hombre, que ha vuelto a dormirse y sueña con una suave marea de espigas amarillas.
Y fue por ahí, por la tierra, que el árbol tuvo noticias del ferrocarril cuando un día sintió ese tumulto que subió por sus raíces. Tiempo después, luego de divisar la morada del hombre, vio por fin aquella alocada y ruidosa casa que con chimenea y todo corría sobre la tierra, y supo por ella que además de los pájaros gran parte de cuanto vive se mueve de un lado a otro y el viejo álamo, que entonces no era tan viejo pero sí árbol completo, sintió por primera vez el dolor de su fijeza.
Él sólo podía ir hacia arriba trazando un corto camino en el cielo y al comienzo del otoño volar en figura según el viento en la trama de sus hojas. En cierto momento, después de la casa, el tren se transportaba entre sus ramas y a veces el penacho de humo llegaba hasta el mismo álamo. Esto dependía del viento, del cual, por instrucción de los pájaros, el viejo álamo había aprendido a extraer otros muchos sucesos. Según soplase, él agitaba sus hojas como verdes plumas y simulaba temblorosos vuelos.
El viento subía y bajaba en frescas turbonadas por dentro de aquella jaula vegetal provocando, de acuerdo a la disposición del follaje, murmullos y silbidos que complacían al árbol músico.
Todo esto se aprende con los años, un verano tras otro, y luego para el árbol son materia de recuerdo en el invierno. El invierno comienza para él con la caída de la primera hoja. Un poco antes nota que se le adormecen las ramas más viejas y después el sueño avanza hacia adentro aunque nunca llega al corazón del árbol. En eso siente un tironcito y la primera hoja planea sobre el suelo. Así empieza.
Después cae el resto y el viento las revuelve, las dispersa, corren y se entremezclan con las hojas de otros árboles, cuando el viejo álamo Carolina ya se ha adormecido y piensa quietamente en el luminoso verano que, de algún modo, ya está en camino a través de la tierra, por el tibio surco de su savia. La lluvia oscurece sus ramas y la escarcha las abrillanta como si fuesen de almendra. Algunas se quiebran con los vientos y el árbol se despabila por un momento, siente en todo su cuerpo esa pequeña muerte aunque él todavía se sostiene, sabe que perdurará otros veranos.
Hasta que allá por septiembre memoria y suceso se juntan en el tiempo y un dulce cosquilleo sube desde la oscuridad de la tierra, reanima su piel, desentumece las ramas y el viejo álamo Carolina se brota nuevamente de verdes ampollas. El aire ahora es más tibio y el hombre, al que observa desde el brote más alto, recorre el campo y espía las crestitas verdes que acaban de aparecer sobre la tierra.
Para mediados de octubre el viejo álamo está otra vez recubierto de firmes y oscuras hojas que brillan con el sol cuando la brisa las agita a la caída de la tarde. El sol para este tiempo es más firme y proyecta sobre el suelo la enorme sombra del árbol.
Fue en este verano, cuando el sol estaba bien alto y la sombra era más negra, que el hombre se acercó por fin hasta el árbol. Él lo vio venir a través del campo, negro y preciso sobre el caballo sudoroso. El hombre bajó del caballo y penetró en la sombra. Se quitó el sombrero cubierto de tierra, después de mirar hacia arriba y aspirar el fresco que se descolgaba de las ramas, y se quitó el sudor de la frente con la manga de la camisa.
Después el hombre, que parecía tan viejo como el viejo álamo Carolina, se sentó al pie del árbol y se recostó contra el tronco. Al rato el hombre se durmió y soñó que era un árbol.




martes, 11 de febrero de 2014

de editorial "el barco de vapor"


los derechos del lector - daniel pennac


ariel (fraf. final) - josé e. rodó


   "Así habló Próspero. — Los jóvenes discípulos se separaron del maestro después de haber estrechado su mano con afecto filial. De su suave palabra, iba con ellos la persistente vibración en que se prolonga el lamento del cristal herido, en un ambiente sereno. Era la última hora de la tarde. Un rayo del moribundo sol atravesaba la estancia, en medio de discreta penumbra, y, tocando la frente de bronce de la estatua, parecía animar en los altivos ojos de Ariel la chispa inquieta de la vida. Prolongándose luego, el rayo hacía pensar en una larga mirada que el genio, prisionero en el bronce, enviase sobre el grupo juvenil que se alejaba. — Por mucho espacio marchó el grupo en silencio. Al amparo de un recogimiento unánime, se verificaba en el espíritu de todos ese fino destilar de la meditación, absorta en cosas graves, que un alma santa ha comparado exquisitamente a la caída lenta y tranquila del rocío sobre el vellón de un cordero. — Cuando el áspero contacto de la muchedumbre les devolvió a la realidad que les rodeaba, era la noche ya. Una cálida y serena noche de estío. La gracia y la quietud que ella derramaba de su urna de ébano sobre la tierra, triunfaban de la prosa flotante sobre las cosas dispuestas por manos de los hombres. Sólo estorbaba para el éxtasis la presencia de la multitud. Un soplo tibio hacia estremecerse el ambiente con lánguido y delicioso abandono, como la copa trémula en la mano de una bacante. Las sombras, sin ennegrecer el cielo purísimo, se limitaban a dar a su azul el tono oscuro en que parece expresarse una serenidad pensadora. Esmaltándolas, los grandes astros centelleaban en medio de un cortejo infinito; Aldebarán, que ciñe una púrpura de luz; Sirio, como la cavidad de un nielado cáliz de plata volcado sobre el mundo; el Crucero, cuyos brazos abiertos se tienden sobre el suelo de América como para defender una última esperanza...
Y fue entonces, tras el prolongado silencio, cuando el más joven del grupo, a quien llamaban «Enjolrás» por su ensimismamiento reflexivo, dijo señalando sucesivamente la perezosa ondulación del rebaño humano y la radiante hermosura de la noche:
—Mientras la muchedumbre pasa, yo observo que, aunque ella no mira el cielo, el cielo la mira. Sobre su masa indiferente y oscura, como tierra del surco, algo desciende de lo alto. La vibración de las estrellas se parece al movimiento de unas manos de sembrador."


lunes, 10 de febrero de 2014

jueves, 6 de febrero de 2014

Prólogo a Ismaelillo - José Martí



Hijo:

Espantado de todo me refugio en ti.

Tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti.
Si alguien te dice que estas páginas se parecen a otras páginas, diles que te amo demasiado para profanarte así. Tal como aquí te pinto, tal te han visto mis ojos. Con esos arreos de gala te me has aparecido. Cuando he cesado de verte en una forma, he cesado de pintarte.Esos riachuelos han pasado por mi corazón.

¡Lleguen al tuyo!

naïf - pilar salas


sancho




 "Ahora bien, todas las cosas tienen remedio, si no es la muerte, debajo de cuyo yugo hemos de pasar todos, mal que nos pese, al acabar de la vida. Este mi amo por mil señales he visto que es un loco de atar, y aun también yo no le quedo en zaga, pues soy más mentecato que él, pues le sigo y le sirvo, si es verdadero el refrán que dice: «Dime con quién andas, decirte he quién eres», y el otro de «No con quien naces, sino con quien paces ». Siendo, pues, loco, como lo es, y de locura que las más veces toma unas cosas por otras y juzga lo blanco por negro y lo negro por blanco, como se pareció cuando dijo que los molinos de viento eran gigantes, y las mulas de los religiosos dromedarios, y las manadas de carneros ejércitos de enemigos, y otras muchas cosas a este tono , no será muy difícil hacerle creer que una labradora, la primera que me topare por aquí, es la señora Dulcinea; y cuando él no lo crea, juraré yo, y si él jurare, tornaré yo a jurar, y si porfiare, porfiaré yo más, y de manera que tengo de tener la mía siempre sobre el hito, venga lo que viniere. Quizá con esta porfía acabaré con él que no me envíe otra vez a semejantes mensajerías, viendo cuán mal recado le traigo dellas, o quizá pensará, como yo imagino, que algún mal encantador de estos que él dice que le quieren mal la habrá mudado la figura, por hacerle mal y daño."


("Don Quijote de la Mancha"   -   Miguel de Cervantes)

Jacques Brel - Quand on a que l'amour

monet


El Feedback Docente o una forma de mitigar el efecto Pigmalión




El Feedback Docente o una forma de mitigar el efecto Pigmalión

adiós - miguel hernández

"Adiós, hermanos, camaradas y amigos... Despedidme del sol y de los trigos" (Miguel Hernández, en los muros de la cárcel de Alicante, poco antes de morir)

"tengo estos huesos..." - miguel hernández

Tengo estos huesos hechos a las penas
y a las cavilaciones estas sienes: 
penas que vas, cavilación que vienes
como el mar de la playa a las arenas.

Como el mar de la playa a las arenas,
voy en este naufragio de vaivenes,
por una noche oscura de sartenes
redondas, pobres, tristes y morenas.

Nadie me salvará de este naufragio/ 
si no es tu amor, la tabla que procuro,
si no es tu voz, el norte que pretendo. 

Eludiendo por eso el mal presagio
de que ni en ti siquiera habré seguro,
voy entre pena y pena sonriendo.

miércoles, 5 de febrero de 2014

"usted pinta escribiendo" - (sobre la escritura - e. galeano)

"Si el Bien no existe, hay que inventarlo". Con la voz y la cadencia narrativa de Galeano como vehículo, las historias van circulando con énfasis propio de capítulo a capítulo. Cada relato corresponde a un día, “de cualquiera de los años de este mundo donde todavía se abren caminos al tiempo y a las pasiones humanas”, según explica su autor. Y así el creador de Las venas abiertas de América latina va tomando, en un azar que también tiene cadencia propia, un día del mes tal, del año tal, y las historias se van sucediendo. Rosa Luxemburgo y el zapato que perdió minutos antes de ser asesinada. El fusilamiento de Osama bin Laden, llamado “Operación Gerónimo”, y el Gerónimo que fue jefe de la resistencia de los apaches. El poeta salvadoreño Roque Dalton –“un gran jodón”–. Uruguay y el fútbol. La creación y el genio humano. Todo un mosaico de circunstancias y personajes en los que Galeano hace gala de su erudición y su pasión por la historia, para volverlos literatura. . Se presentan también entrevistas en las que Galeano da cuenta de sí mismo y de sus circunstancias. De sus influencias como escritor, por ejemplo: “Tuve una infancia muy marcada por la influencia de Salgari. Después supe quién había sido ese hombre que me invitó a viajar por el mundo, gracias a él yo conocí los siete mares –cuenta–. Me presentó a sus amigos, todos productos de su imaginación. Años después supe que este hombre nunca se había movido, no había ido a ninguna parte, pero viajó a todas, y me invitó a acompañarlo. Siendo yo chiquito, conocí los muchos mundos del mundo”. “Lo más importante que en mi vida aprendí de la literatura proviene de aquellos libros de infancia, de los viajes de Salgari, y después los cafés de Montevideo”, asegura también. “Allí había narradores orales, verdaderos maestros en el arte de contar una historia, de tal manera que lo que se contaba volviera a ocurrir cuando era narrado. Esta era una victoria sobre la muerte: el arte de la resurrección.” –A pesar de que suele narrar sus textos en público, hacerlo frente a una cámara, con reglas de documental, habrá sido una experiencia diferente. ¿Le resultó fácil la tarea? –Fue una experiencia lindísima, como las lecturas en público, siento el vaivén de la respiración de quienes reciben las palabras, aunque en el caso de las grabaciones el público es intangible y está lejos, pero yo lo siento ahí nomás, cerquita. De todos modos, ya dos series de grabaciones han sido suficientes, estoy feliz pero cansado. Necesito buscar refugio en mi casa, lejos de las cámaras, un refugio hecho de paredes de papel, papeles en blanco que exigen las palabras por mí prometidas, y que sean escritas a mano, de puño y letra. –Dice que los narradores ejercen “el arte de la resurrección”, haciendo que lo que narran vuelva a ocurrir cuando es narrado. Es un hermoso piropo para un narrador. Y usted, ¿cuál fue el piropo más lindo que recibió? –En la feria de mi barrio de Montevideo, una viejita: “Usted pinta escribiendo”. Quise agradecerle de rodillas, pero por suerte evité el papelón. En realidad, yo siempre quise ser pintor, no escritor, y por eso me emocionó la frase. Me gustaría que el lector pudiera ver lo que cuento, personas, paisajes, colores, sombras, y hasta le diría que me gustaría que mis palabras fueran capaces de tocar a quien las lea, palabras tocantes y tocadas, palabras queridas y querientes. –Seguramente esta serie abre sus relatos a otro público, diferente al del libro. ¿En qué público piensa como receptor? –Las palabras dichas y las palabras escritas quieren multiplicarse dentro de quien escucha o lee. Son diferentes formas de comunión entre el autor y el lector, que después cobran vida propia. Sea como sea, palabras dichas o escritas, salen de mí para entrar en otros, o en otras. Yo no escribo para mí. Esta fue la única bronca que recibí de mi maestro Onetti, que decía y repetía que él escribía para alguien que se llamaba Onetti. Yo cometí el atrevimiento de proponerle que me diera sus originales y yo se los mandaría por correo, a su nombre y dirección. Nunca lo vi tan enojado. (frag. entrevista Karina Micheletto) http://www.pagina12.com.ar/

celebración de la subjetividad - eduardo galeano

Yo llevaba un buen rato escribiendo Memoria del fuego, y cuanto más escribía más adentro me metía en las historias que contaba. Ya me estaba costando distinguir el pasado del presente: lo que había sido estaba siendo, y estaba siendo a mi alrededor, y escribir era mi manera de golpear y abrazar. Sin embargo, se supone que los libros de historia no son subjetivos. Se lo comenté a don José Coronel Urtecho: en este libro que estoy escribiendo, al revés y al derecho, a luz y trasluz, se mire como se mire, se me notan a simple vista mis broncas y mis amores. Y a orillas del río San Juan, el viejo poeta me dijo que a los fanáticos de la objetividad no hay que hacerles ni puto caso: - no te preocupes – me dijo –. Así debe ser. Los que hacen de la objetividad una religión, mienten. Ellos no quieren ser objetivos, mentira: quieren ser objetos, para salvarse del dolor humano. (de "El libro de los abrazos")

martes, 4 de febrero de 2014

sábado, 1 de febrero de 2014

"La pedagogía es amor y provocación." José Luis Sampedro (la imagen reproduce una obra de la artista Mariana Kalacheva)

martes, 28 de enero de 2014

literatura - julio torri

El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores. La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.

celebración de la fantasía - eduardo galeano

Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca de Cuzco. Yo me había despedido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar, enclenque, haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No podía darle la lapicera que tenía, porque la estaba usando en no sé qué aburridas anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano. Súbitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitas cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero quemado: había quien quería un cóndor y quien una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas y no faltaban los que pedían un fantasma o un dragón. Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba más de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca: -Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima -dijo. -Y ¿anda bien? -le pregunté. -Atrasa un poco -reconoció. El libro de los abrazos, (1989).

martes, 14 de enero de 2014

María Mantilla recuerda a JOSÉ MARTÍ

¡Qué grato es vivir con recuerdos tan vivos y llenos de cariño como los que llevo yo en el alma! Viví junto a Martí por muchos años, y me siento orgullosa del cariño tan grande que él tenía por mí. Toda la educación e instrucción que poseo, se la debo a él. Me daba las clases con gran paciencia y cariño, y cada vez que tenía que hacer un viaje, me dejaba preparado el itinerario de estudios que había que hacer en cada día durante su ausencia. En medio de todas las agonías y preocupaciones que llevaba sobre sí, nunca le faltaba tiempo que dedicarme. El francés me lo enseñó de manera sencilla y fácil de comprender; pero su mayor afán eran mis estudios de piano. Su deseo era que yo llegara a ser una buena pianista —que nunca logré serlo; pero sí pude lograr tocar lo suficiente en aquellos años de niñez para proporcionarle a él muchos ratos de placer. Siendo yo aún niña, se empeñaba siempre en llevarme a las reuniones de La Liga, una sociedad de cubanos de color, todos hombres de gran talla, de más de seis pies. La idolatría de estos hombres por Martí era cosa admirable. Lo veneraban. De Martí, el caballero, quedan grabados en mi mente tantos detalles de delicadeza y galantería con las “damas”, como decía él. Para él, la mujer era cosa superior. Siempre tan fino y con alguna frase de elogio en los labios. Cuando se daba alguna reunión en que se citaban las familias cubanas para celebrar algún santo o alguna otra ocasión, había música y un poco de baile, y Martí siempre sacaba a bailar a las señoras y señoritas menos atractivas y luego yo le preguntaba: “Martí, ¿por qué es que usted siempre saca a bailar a las más feas?”. Y él me decía: “Hija mía, a las feas nadie les hace caso, y es deber de uno no dejarles sentir su fealdad”. Como este, muchos otros detalles de su caballerosidad. Cuando, a veces, mi hermano Ernesto nos hablaba con rudeza o alzaba la voz, Martí le decía: “¿A que tú no le hablas así a la niña vecina; y por qué lo haces con tus hermanas que merecen más delicadeza y finura que las extrañas?”. Recuerdo también que cuando yo tenía siete años, un día que yo iba con Martí por el campo —pues estábamos de temporada en Batch Beach— y sentados los dos bajo un árbol, me picó una abeja en la frente y en el instante Martí la trituró con los dedos; de ese episodio resultó el verso sencillo que dice: “Temblé una vez en la reja/ A la entrada de la viña/ Cuando la bárbara abeja/ Picó en la frente a mi niña.” Cuando él escribía algún artículo, carta o lo que fuera, su cerebro trabajaba con tal rapidez que las ideas le venían más ligeras de lo que la pluma le permitía escribir, y al concluir me llamaba y me decía: “Mira, lee esto y dime qué dice aquí”, porque él no entendía lo que había escrito; pero yo sí lo entendía. Siendo su discípula, yo conocía cada rasgo de su letra. Él me decía que yo era su secretaria. A veces me dictaba mientras se paseaba por el cuarto, y yo tenía que escribir muy ligero para no perder una frase. Mi último recuerdo de Martí es del día que se despidió de nosotros, cuando salió para Santo Domingo. El Mundo, jueves 2 de marzo de 1950. Publicado en La Jiribilla, La Habana, Cuba (2010)

sábado, 2 de noviembre de 2013

el beso - eduardo galeano

Antonio Pujía eligió, al azar, uno de los bloques de mármol de Carrara que había ido comprando a lo largo de los años. Era una lápida. De alguna tumba vendría, vaya a saber de dónde; él no tenía la menor idea de cómo había ido a parar a su taller. Antonio acostó la lápida sobre una base de apoyo, y se puso a trabajarla. Tenía una vaga idea de lo que quería esculpir, o quizá no tenía ninguna. Empezó por borrar la inscripción: el nombre de un hombre, el año del nacimiento, el año del fin. Después, el cincel penetró el mármol. Y Antonio encontró una sorpresa, que lo estaba esperando piedra adentro: la veta tenía la forma de dos caras que se juntaban, algo así como dos perfiles pegados frente a frente. El escultor obedeció a la piedra. Y fue excavando, suavemente, hasta que cobró relieve aquel encuentro que la piedra contenía. Al día siguiente, dio por concluido su trabajo. Y entonces, cuando levantó la lápida, vio lo que antes no había visto. Al dorso, había otra inscripción: el nombre de una mujer, el año del nacimiento, el año del fin.

miércoles, 14 de agosto de 2013

La poesía - Gabriel García Márquez

Un maestro de literatura le advirtió el año pasado a la hija menor de un gran amigo mío que su examen final versaría sobre Cien años de soledad. La chica se asustó, con toda la razón, no sólo porque no había leído el libro, sino porque estaba pendiente de otras materias más graves. Por fortuna, su padre tiene una formación literaria muy seria y un instinto poético como pocos, y la sometió a una preparación tan intensa que, sin duda, llegó al examen mejor armada que su maestro. Sin embargo, éste le hizo una pregunta imprevista: ¿qué significa la letra al revés en el título de Cien años de soledad? Se refería a la edición de Buenos Aires, cuya portada fue hecha por el pintor Vicente Rojo con una letra invertida, porque así se lo indicó su absoluta y soberana inspiración. La chica, por supuesto, no supo qué contestar. Vicente Rojo me dijo cuando se lo conté que tampoco él lo hubiera sabido.Ese mismo año, mi hijo Gonzalo tuvo que contestar un cuestionario de literatura elaborado en Londres para un examen de admisión. Una de las preguntas pretendía establecer cuál era el símbolo del gallo en El coronel no tiene quien le escriba. Gonzalo, que conoce muy bien el estilo de su casa, no pudo resistir la tentación de tomarle el pelo a aquel sabio remoto, y contestó: «Es el gallo de los huevos de oro». Más tarde supimos que quien obtuvo la mejor nota fue el alumno que contestó, como se lo había enseñado el maestro, que el gallo del coronel era el símbolo de la fuerza popular reprimida. Cuando lo supe me alegré una vez más de mi buena estrella política, pues el final que yo había pensado para ese libro, y que cambié a última hora, era que el coronel le torciera el pescuezo al gallo e hiciera con él una sopa de protesta. Desde hace años colecciono estas perlas con que los malos maestros de literatura pervierten a los niños. Conozco uno de muy buena fe para quien la abuela desalmada, gorda y voraz, que explota a la cándida Eréndira para cobrarse una deuda es el símbolo del capitalismo insaciable. Un maestro católico enseñaba que la subida al cielo de Remedios la Bella era una transposición poética de la ascensión en cuerpo y alma de la virgen María. Otro dictó una clase completa sobre Herbert, un personaje de algún cuento mío que le resuelve problemas a todo el mundo y reparte dinero a manos llenas. «Es una hermosa metáfora de Dios», dijo el maestro. Dos críticos de Barcelona me sorprendieron con el descubrimiento de que El otoño del patriarca tenía la misma estructura del tercer concierto de piano de Bela Bartok. Esto me causó una gran alegría por la admiración que le tengo a Bela Bartok, y en especial a ese concierto, pero todavía no he podido entender las analogías de aquellos dos, críticos. Un profesor de literatura de la Escuela de Letras de La Habana destinaba muchas horas al análisis de Cien años de soledad y llegaba a la conclusión -halagadora y deprimente al mismo tiempo- de que no ofrecía ninguna solución. Lo cual terminó de convencerme de que la manía interpretativa termina por ser a la larga una nueva forma de ficción que a veces encalla en el disparate. Debo ser un lector muy ingenuo, porque nunca he pensado que los novelistas quieran decir más de lo que dicen. Cuando Franz Kafka dice que Gregorio Sarrisa despertó una mañana convertido en un gigantesco insecto, no me parece que eso sea el símbolo de nada, y lo único que me ha intrigado siempre es qué clase de animal pudo haber sido. Creo que hubo en realidad un tiempo en que las alfombras volaban y había genios prisioneros dentro de las botellas. Creo que la burra de Ballam habló -como lo dice la Biblia- y lo único lamentable es que no se hubiera grabado su voz, y creo que Josué derribó las murallas de Jericó con el poder de sus trompetas, y lo único lamentable es que nadie hubiera transcrito su música de demolición. Creo, en fin, que el licenciado Vidriera -de Cervantes- era en realidad de vidrio, como él lo creía en su locura, y creo de veras en la jubilosa verdad de que Gargantúa se orinaba a torrentes sobre las catedrales de París. Más aún: creo que otros prodigios similares siguen ocurriendo, y que si no los vemos es en gran parte porque nos lo impide el racionalismo oscurantista que nos inculcaron los malos profesores de literatura. Tengo un gran respeto, y sobre todo un gran cariño, por el oficio de maestro, y por eso me duele que ellos también sean víctimas de un sistema de enseñanza que los induce a decir tonterías. Uno de mis seres inolvidables es la maestra que me enseñó a leer a los cinco años. Era una muchacha bella y sabia que no pretendía saber más de lo que podía, y era además tan joven que con el tiempo ha terminado por ser menor que yo. Fue ella quien nos leía en clase los primeros poemas que me pudrieron el seso para siempre. Recuerdo con la misma gratitud al profesor de literatura del bachillerato, un hombre modesto y prudente que nos llevaba por el laberinto de los buenos libros sin interpretaciones rebuscadas. Este método nos permitía a sus alumnos una participación más personal y libre en el prodigio de la poesía. En síntesis, un curso de literatura no debería ser mucho más que una buena guía de lecturas. Cualquier otra pretensión no sirve para nada más que para asustar a los niños. Creo yo, aquí en la trastienda. (EL PAÍS - Opinión - 27-01-1981)

sábado, 1 de junio de 2013

leer y pensar - j. saramago



“Hay que utilizar la cabeza para pensar, hay que respetar y valorar el legado cultural que recibimos, hay que leer para pertrecharse de instrumentos que nos permitan combatir el destino que otros nos forjan. Es necesario leer y escribir para entender el mundo y para entendernos mejor a nosotros mismos. Leer es bueno para la salud. De leer y de intentar comprender nadie se ha enfermado, diga lo que diga Cervantes.”



sábado, 20 de abril de 2013

la canción de tu alma - tolba phanem

Cuando una mujer de cierta tribu de África sabe que está embarazada, se interna en la selva con otras mujeres y juntas rezan y meditan hasta que aparece la canción del niño. Saben que cada alma tiene su propia vibración que expresa su particularidad, unicidad y propósito. Las mujeres entonan la canción y la cantan en voz alta. Luego retornan a la tribu y se la enseñan a todos los demás. Cuando nace el niño, la comunidad se junta y le cantan su canción. Luego, cuando el niño comienza su educación, el pueblo se junta y le canta su canción. Cuando se inicia como adulto, la gente se junta nuevamente y canta. Cuando llega el momento de su casamiento, la persona escucha su canción. Finalmente, cuando el alma va a irse de este mundo, la familia y amigos se acercan a su cama e igual que para su nacimiento, le cantan su canción para acompañarlo en la transición. En esta tribu de África hay otra ocasión en la cual los pobladores cantan la canción. Si en algún momento durante su vida la persona comete un crimen o un acto social aberrante, se lo lleva al centro del poblado y la gente de la comunidad forma un círculo a su alrededor. Entonces le cantan su canción. La tribu reconoce que la corrección para las conductas antisociales no es el castigo; es el amor y el recuerdo de su verdadera identidad. Cuando reconocemos nuestra propia canción ya no tenemos deseos ni necesidad de hacer nada que pudiera dañar a otros. Tus amigos conocen tu canción y te la cantan cuando la olvidaste. Aquellos que te aman no pueden ser engañados por los errores que cometes o las oscuras imágenes que muestras a los demás. Ellos recuerdan tu belleza cuando te sientes feo; tu totalidad cuando estás roto; tu inocencia cuando te sientes culpable y tu propósito cuando estás confundido.

Credo - José Luis Sampedro

Creo en la Vida madre Todopoderosa, creadora de los cielos y de la tierra. Creo en el Hombre, su avanzado hijo, concebido en ardiente evolución, progresando a pesar de los Pilatos e inventores de dogmas represores para oprimir la Vida y sepultarla. Pero la Vida siempre resucita y el Hombre sigue en marcha hacia el mañana. Creo en los horizontes del espíritu, que es la energía cósmica del mundo. Creo en la Humanidad siempre ascendente, Creo en la vida perdurable. Amén.

viernes, 19 de abril de 2013

defensa de la palabra - eduardo galeano

Uno escribe a partir de la necesidad de comunicación y de comunicación con los demás, para denunciar lo que duele y compartir lo que da alegría. Uno escribe para combatir la propia soledad y la soledad de los otros. Uno supone que la literatura transmite conocimiento y actúa sobre el lenguaje y la conducta de quien la recibe; que nos ayuda a conocernos mejor para salvarnos juntos. Pero “los demás” y “los otros” son términos demasiado vagos; y en tiempos de crisis, tiempos de definición la ambigüedad puede parecerse demasiado a la mentira. [...] Uno escribe para despistar a la muerte y estrangular los fantasmas que por dentro lo acosan; pero lo que uno escribe puede ser históricamente útil sólo cuando de alguna manera coincide con la necesidad colectiva de conquistar la identidad. Esto, creo, quisiera uno: que al decir: “Así soy” y ofrecerse, el escritor pudiera ayudar a muchos a tomar conciencia de lo que son. [...] Creo en mi oficio, creo en mi instrumento…La palabra es un arma, y puede ser usada para bien o para mal: la culpa del crimen nunca es el cuchillo. Creo que una función primordial de la literatura latinoamericana actual consiste en rescatar la palabra, usada y abusada con impunidad y frecuencia para impedir o traicionar la comunicación. [...]

viernes, 2 de noviembre de 2012

sábado, 11 de agosto de 2012

Discurso de aceptación del Premio Nobel - J. Saramago

El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable. Ayudé muchas veces a éste mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado. Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: "José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera". Había otras dos higueras, pero aquélla, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera. Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba. En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea. Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente me acunaba. Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido, o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, le introducía en el relato: "¿Y después?". Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo. Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa. Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: "No hagas caso, en sueños no hay firmeza". Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños. Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: "El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir". No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada. Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver. Muchos años después, escribiendo por primera vez sobre éste mi abuelo Jerónimo y ésta mi abuela Josefa (me ha faltado decir que ella había sido, según cuantos la conocieron de joven, de una belleza inusual), tuve conciencia de que estaba transformando las personas comunes que habían sido en personajes literarios y que ésa era, probablemente, la manera de no olvidarlos, dibujando y volviendo a dibujar sus rostros con el lápiz siempre cambiante del recuerdo, coloreando e iluminando la monotonía de un cotidiano opaco y sin horizontes, como quien va recreando sobre el inestable mapa de la memoria, la irrealidad sobrenatural del país en que decidió pasar a vivir. La misma actitud de espíritu que, después de haber evocado la fascinante y enigmática figura de un cierto bisabuelo berebere, me llevaría a describir más o menos en estos términos un viejo retrato (hoy ya con casi ochenta años) donde mis padres aparecen. "Están los dos de pie, bellos y jóvenes, de frente ante el fotógrafo, mostrando en el rostro una expresión de solemne gravedad que es tal vez temor delante de la cámara, en el instante en que el objetivo va a fijar de uno y del otro la imagen que nunca más volverán a tener, porque el día siguiente será implacablemente otro día. Mi madre apoya el codo derecho en una alta columna y sostiene en la mano izquierda, caída a lo largo del cuerpo, una flor. Mi padre pasa el brazo por la espalda de mi madre y su mano callosa aparece sobre el hombro de ella como un ala. Ambos pisan tímidos una alfombra floreada. La tela que sirve de fondo postizo al retrato muestra unas difusas e incongruentes arquitecturas neoclásicas". Y terminaba: "Tendría que llegar el día en que contaría estas cosas. Nada de esto tiene importancia a no ser para mí. Un abuelo berebere, llegando del norte de Africa, otro abuelo pastor de cerdos, una abuela maravillosamente bella, unos padres graves y hermosos, una flor en un retrato ¿qué otra genealogía puede importarme? ¿en qué mejor árbol me apoyaría?". Escribí estas palabras hace casi treinta años sin otra intención que no fuese reconstituir y registrar instantes de la vida de las personas que me engendraron y que estuvieron más cerca de mí, pensando que no necesitaría explicar nada más para que se supiese de dónde vengo y de qué materiales se hizo la persona que comencé siendo y ésta en que poco a poco me he convertido. Ahora descubro que estaba equivocado, la biología no determina todo y en cuanto a la genética, muy misteriosos habrán sido sus caminos para haber dado una vuelta tan larga. A mi árbol genealógico (perdóneseme la presunción de designarlo así, siendo tan menguada la sustancia de su savia) no le faltaban sólo algunas de aquellas ramas que el tiempo y los sucesivos encuentros de la vida van desgajando del tronco central. También le faltaba quien ayudase a sus raíces a penetrar hasta las capas subterráneas más profundas, quien apurase la consistencia y el sabor de sus frutos, quien ampliase y robusteciese su copa para hacer de ella abrigo de aves migratorias y amparo de nidos. Al pintar a mis padres y a mis abuelos con tintas de literatura, transformándolos de las simples personas de carne y hueso que habían sido, en personajes nuevamente y de otro modo constructores de mi vida, estaba, sin darme cuenta, trazando el camino por donde los personajes que habría de inventar, los otros, los efectivamente literarios, fabricarían y traerían los materiales y las herramientas que, finalmente, en lo bueno y en lo menos bueno, en lo bastante y en lo insuficiente, en lo ganado y en lo perdido, en aquello que es defecto pero también en aquello que es exceso, acabarían haciendo de mí la persona en que hoy me reconozco: creador de esos personajes y al mismo tiempo criatura de ellos. En cierto sentido se podría decir que, letra a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido, sucesivamente, implantando en el hombre que fui los personajes que creé. Considero que sin ellos no sería la persona que hoy soy, sin ellos tal vez mi vida no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como tantas otras que de promesa no consiguieron pasar, la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser. Ahora soy capaz de ver con claridad quiénes fueron mis maestros de vida, los que más intensamente me enseñaron el duro oficio de vivir, esas decenas de personajes de novela y de teatro que en este momento veo desfilar ante mis ojos, esos hombres y esas mujeres, hechos de papel y de tinta, esa gente que yo creía que iba guiando de acuerdo con mis conveniencias de narrador y obedeciendo a mi voluntad de autor, como títeres articulados cuyas acciones no pudiesen tener más efecto en mí que el peso soportado y la tensión de los hilos con que los movía. De esos maestros el primero fue, sin duda, un mediocre pintor de retratos que designé simplemente por la letra H., protagonista de una historia a la que creo razonable llamar de doble iniciación (la de él, pero también, de algún modo, la del autor del libro, protagonista de una historia titulada "Manual de pintura y caligrafía", que me enseñó la honradez elemental de reconocer y acatar, sin resentimientos ni frustraciones, sus propios límites: sin poder ni ambicionar aventurarme más allá de mi pequeño terreno de cultivo, me quedaba la posibilidad de cavar hacia el fondo, hacia abajo, hacia las raíces. Las mías, pero también las del mundo, si podía permitirme una ambición tan desmedida. No me compete a mí, claro está, evaluar el mérito del resultado de los esfuerzos realizados, pero creo que es hoy patente que todo mi trabajo, de ahí para adelante, obedeció a ese propósito y a ese principio. Vinieron después los hombres y las mujeres del Alentejo, aquella misma hermandad de condenados de la tierra a que pertenecieron mi abuelo Jerónimo y mi abuela Josefa, campesinos rudos obligados a alquilar la fuerza de los brazos a cambio de un salario y de condiciones de trabajo que sólo merecerían el nombre de infames. Cobrando por menos que nada una vida a la que los seres cultos y civilizados que nos preciamos de ser llamamos, según las ocasiones, preciosa, sagrada y sublime. Gente popular que conocí, engañada por una Iglesia tan cómplice como beneficiaria del poder del Estado y de los terratenientes latifundistas, gente permanentemente vigilada por la policía, gente, cuántas y cuántas veces, víctima inocente de las arbitrariedades de una justicia falsa. Tres generaciones de una familia de campesinos, los Mau-Tempo, desde el comienzo del siglo hasta la Revolución de Abril de 1974 que derrumbó la dictadura, pasan por esa novela a la que di el título de "Alzado del suelo" y fue con tales hombres y mujeres del suelo levantados, personas reales primero, figuras de ficción después, con las que aprendí a ser paciente, a confiar y a entregarme al tiempo, a ese tiempo que simultáneamente nos va construyendo y destruyendo para de nuevo construirnos y otra vez destruirnos. No tengo la seguridad de haber asimilado de manera satisfactoria aquello que la dureza de las experiencias tornó virtud en esas mujeres y en esos hombres: una actitud naturalmente estoica ante la vida. Teniendo en cuenta, sin embargo, que la lección recibida, pasados más de veinte años, permanece intacta en mi memoria, que todos los días la siento presente en mi espíritu como una insistente convocatoria, no he perdido, hasta ahora, la esperanza de llegar a ser un poco más merecedor de la grandeza de los ejemplos de dignidad que me fueron propuestos en la inmensidad de las planicies del Alentejo. El tiempo lo dirá. ¿Qué otras lecciones podría yo recibir de un portugués que vivió en el siglo XVI, que compuso las "Rimas" y las glorias, los naufragios y los desencantos patrios de "Os Lusíadas", que fue un genio poético absoluto, el mayor de nuestra literatura, por mucho que eso pese a Fernando Pessoa, que a sí mismo se proclamó como el Super-Camoens de ella? Ninguna lección a mi alcance, ninguna lección que yo fuese capaz de aprender salvo la más simple que me podría ser ofrecida por el hombre Luis Vaz de Camoens en su más profunda humanidad, por ejemplo, la humildad orgullosa de un autor que va llamando a todas las puertas en busca de quien esté dispuesto a publicar el libro que escribió, sufriendo por eso el desprecio de los ignorantes de sangre y de casta, la indiferencia desdeñosa de un rey y de su compañía de poderosos, el escarnio con que desde siempre el mundo ha recibido la visita de los poetas, de los visionarios y de los locos. Al menos una vez en la vida, todos los autores tuvieron o tendrán que ser Luis de Camoens, aunque no escriban las redondillas de "Sobolos rios". Entre hidalgos de la corte y censores del Santo Oficio, entre los amores de antaño y las desilusiones de la vejez prematura, entre el dolor de escribir y la alegría de haber escrito, fue a este hombre enfermo que regresa pobre de la India, adonde muchos sólo iban para enriquecerse, fue a este soldado ciego de un ojo y golpeado en el alma, fue a este seductor sin fortuna que no volverá nunca más a perturbar los sentidos de las damas de palacio, a quien yo puse a vivir en el teatro en el escenario de la pieza de teatro llamada "Que farei con este livro?" ("¿Qué haré con este libro?"), en cuyo final resuena otra pregunta, aquélla que importa verdaderamente, aquélla que nunca sabremos si alguna vez llegará a tener respuesta suficiente: "¿Qué haréis con este libro?". Humildad orgullosa fue ésa de llevar debajo del brazo una obra maestra y verse injustamente rechazado por el mundo. Humildad orgullosa también, y obstinada, esta de querer saber para qué servirán mañana los libros que vamos escribiendo hoy, y luego dudar que consigan perdurar largamente (¿hasta cuándo?) las razones tranquilizadoras que quizá nos estén siendo dadas o que estamos dándonos a nosotros mismos. Nadie se engaña mejor que cuando consiente que lo engañen otros. Se aproxima ahora un hombre que dejó la mano izquierda en la guerra y una mujer que vino al mundo con el misterioso poder de ver lo que hay detrás de la piel de las personas. El se llama Baltasar Mateus y tiene el apodo de Siete-Soles, a ella la conocen por Bilmunda, y también por el apodo de Siete-Lunas que le fue añadido después porque está escrito que donde haya un sol habrá una luna y que sólo la presencia conjunta de uno y otro tornará habitable, por el amor, la tierra. Se aproxima también un padre jesuita llamado Bartolmeu que inventó una máquina capaz de subir al cielo y volar sin otro combustible que no sea la voluntad humana, ésa que según se viene diciendo, todo lo puede, aunque no pudo, o no supo, o no quiso, hasta hoy, ser el sol y la luna de la simple bondad o del todavía más simple respeto. Sontres locos portugueses del siglo XVIII en un tiempo y en un país donde florecieron las supersticiones y las hogueras de la Inquisición, donde la vanidad y la megalomanía de un rey hicieron levantar un convento, un palacio y una basílica que asombrarían al mundo exterior, en el caso poco probable de que ese mundo tuviera ojos bastantes para ver a Portugal, tal como sabemos que los tenía Bilmunda para ver lo que escondido estaba. Y también se aproxima una multitud de millares y millares de hombres con las manos sucias y callosas, con el cuerpo exhausto de haber levantado, durante años sin fin, piedra a piedra, los muros implacables del convento, las alas enormes del palacio, las columnas y las pilastras, los aéreos campanarios, la cúpula de la basílica suspendida sobre el vacío. Los sonidos que estamos oyendo son del clavicornio del Doménico Scarlatti, que no sabe si debe reír o llorar. Esta es la historia del "Memorial del convento", un libro en que el aprendiz de autor, gracias a lo que le venía siendo enseñado desde el antiguo tiempo de sus abuelos Jerónimo y Josefa, consiguió escribir palabras como éstas, donde no está ausente alguna poesía: "Además de la conversación de las mujeres son los sueños los que sostienen al mundo en su órbita. Pero son también los sueños los que le hacen una corona de lunas, por eso el cielo es el resplandor que hay dentro de la cabeza de los hombres si no es la cabeza de los hombres el propio y único cielo". Que así sea. De las lecciones de poesía, sabía ya alguna cosa el adolescente, aprendidas en sus libros de texto cuando, en una escuela de enseñanza profesional de Lisboa, andaba preparándose para el oficio que ejerció en el comienzo de su vida de trabajo: el de mecánico cerrajero. Tuvo también buenos maestros del arte poético en las largas horas nocturnas que pasó en bibliotecas públicas, leyendo al azar de encuentros y de catálogos, sin orientación, sin alguien que le aconsejase, con el mismo asombro creador del navegante que va inventando cada lugar que descubre. Pero fue en la biblioteca de la escuela industrial donde "El año de la muerte de Ricardo Reis" comenzó a ser escrito. Allí encontró un día el joven aprendiz de cerrajero (tendría entonces 17 años) una revista - "Atena" era el título - en que había poemas firmados con aquel nombre y, naturalmente, siendo tan mal conocedor de la cartografía literaria de su país, pensó que existía en Portugal un poeta que se llamaba así: Ricardo Reis. No tardó mucho tiempo en saber que el poeta propiamente dicho había sido un tal Fernando Nogueira Pessoa que firmaba poemas con nombres de poetas inexistentes nacidos en su cabeza y a quien llamaba heterónimos, palabra que no constaba en los diccionarios de la época, por eso costó tanto trabajo al aprendiz de las letras saber lo que ella significaba. Aprendió de memoria muchos poemas de Ricardo Reis ("Para ser grande sê inteiro/Põe quanto és no mínimo que fazes"), pero no podía resignarse, a pesar de tan joven e ignorante, a que un espíritu superior hubiese podido concebir, sin remordimiento, este verso cruel: "Sábio é o que se contenta com o espectáculo do mundo". Mucho, mucho tiempo después, el aprendiz de escritor ya con el pelo blanco y un poco más sabio de sus propias sabidurías se atrevió a escribir una novela para mostrar al poeta de las "Odas" algo de lo que era el espectáculo del mundo en ese año de 1936 en que lo puso a vivir sus últimos días: la ocupación de la Renania por el Ejército nazi, la guerra de Franco contra la República española, la creación por Salazar de las milicias fascistas portuguesas. Fue como si estuviese diciéndole: "He ahí el espectáculo del mundo, mi poeta de las amarguras serenas y del escepticismo elegante. Disfruta, goza, contempla, ya que estar sentado es tu sabiduría". "El año de la muerte de Ricardo Reis" terminaba con unas palabras elancólicas: "Aquí donde el mar acabó y la tierra espera". Por tanto no habría más descubrimientos para Portugal, sólo como destino una espera infinita de futuros ni siquiera imaginables: el fado de costumbre, la saudade de siempre y poco más. Entonces el aprendiz imaginó que tal vez hubiese una manera de volver a lanzar los barcos al agua, por ejemplo mover la propia tierra y ponerla a navegar mar adentro. Fruto inmediato del resentimiento colectivo portugués por los desdenes históricos de Europa (sería más exacto decir fruto de mi resentimiento personal), la novela que entonces escribí - "La balsa de piedra" - separó del continente europeo a toda la Península Ibérica, transformándola en una gran isla fluctuante, moviéndose sin remos ni velas, ni hélices, en dirección al Sur del mundo, "masa de piedra y tierra cubierta de ciudades, aldeas, ríos, bosques, fábricas, bosques bravíos, campos cultivados, con su gente y sus animales", camino de una utopía nueva: el encuentro cultural de los pueblos peninsulares con los pueblos del otro lado del Atlántico, desafiando así, a tanto se atrevió mi estrategia, el dominio sofocante que los Estados Unidos de la América del Norte vienen ejerciendo en aquellos parajes. Una visión dos veces utópica entendería esta ficción política como una metáfora mucho más generosa y humana: que Europa, toda ella, deberá trasladarse hacia el Sur a fin de, en descuento de sus abusos coloniales antiguos y modernos, ayudar a equilibrar el mundo. Es decir Europa finalmente como ética. Los personajes de "La balsa de piedra" - dos mujeres, tres hombres y un perro - viajan incansablemente a través de la Península mientras ella va surcando el océano. El mundo está cambiando y ellos saben que deben buscar en sí mismos las personas nuevas en que se convertirán (sin olvidar al perro que no es un perro como los otros). Eso les basta. Se acordó entonces el aprendiz que en tiempos de su vida había hecho algunas revisiones de pruebas de libros y que si en "La balsa de piedra" hizo, por decirlo así, revisión del futuro, no estaría mal que revisara ahora el pasado inventando una novela que se llamaría "História do Cerco de Lisboa", en la que un revisor trabajando un libro del mismo título, aunque de historia, y cansado de ver cómo la citada historia cada vez es menos capaz de sorprender, decidió poner en lugar de un "sí" un "no", subvirtiendo la autoridad de las "verdades históricas". Raimundo Silva, así se llamaba el revisor, es un hombre simple, vulgar, que sólo se distingue de la mayoría por creer que todas las cosas tienen su lado visible y su lado invisible y que no sabremos nada de ellas, mientras no les hayamos dado la vuelta completa. De eso precisamente trata una conversación que tiene con el historiador. Así: "Le recuerdo que los revisores ya vieron mucho de literatura y vida, Mi libro, se lo recuerdo, es de historia. No es propósito mío apuntar otras contradicciones, profesor, en mi opinión todo cuanto no sea vida es literatura. La historia también. La historia sobre todo, sin querer ofender. Y la pintura, y la música. La música va resistiéndose desde que nació, unas veces va y otras viene, quiere librarse de la palabra, supongo que por envidia, pero regresa siempre a la obediencia. Y la pintura, mire, la pintura no es más que literatura hecha con pinceles. Espero que no se haya olvidado de que la humanidad comenzó pintando mucho antes de saber escribir. Conoce el refrán, si no tienes perro caza con el gato, o dicho de otramanera, quien no puede escribir, pinta, o dibuja, es lo que hacen los niños. Lo que usted quiere decir, con otras palabras, es que la literatura ya existía antes de haber nacido, sí señor, como el hombre, con otras palabras, antes de serlo ya lo era. Me parece que usted equivocó la vocación, debería ser historiador. Me falta preparación profesor, qué puede un simple hombre hacer sin preparación, mucha suerte he tenido viniendo al mundo con la genética organizada, pero, por decirlo así, en estado bruto, y después sin más pulimento que las primeras letras que se quedaron como únicas. Podía presentarse como autodidacta producto de su digno esfuerzo, no es ninguna vergüenza, antiguamente la sociedad estaba orgullosa de sus autodidactas. Eso se acabó, vino el desarrollo y se acabó, los autodidactas son vistos con malos ojos, sólo los que escriben versos o historias para distraer están autorizados a ser autodidactas, pero yo para la creación literaria no tengo habilidad. Entonces métase a filósofo. Usted es un humorista, cultiva la ironía, me pregunto cómo se dedicó a la historia, siendo ella tan grave y profunda ciencia. Soy irónico sólo en la vida real. Ya me parecía a mí que la historia no es la vida real, literatura sí, y nada más. Pero la historia fue vida real en el tiempo en que todavía no se le podía llamar historia. Entonces usted cree, profesor, que la historia es la vida real. Lo creo, sí. Que la historia fue vida real, quiero decir. No tengo la menor duda. Qué sería de nosotros si el deleatur que todo lo borra no existiese, suspiró el revisor". Escusado será añadir que el aprendiz aprendió con Raimundo Silva la lección de la duda. Ya era hora. Fue probablemente este aprendizaje de la duda el que le llevó, dos años más tarde, a escribir "El Evangelio según Jesucristo". Es cierto, y él lo ha dicho, que las palabras del título le surgieron por efecto de una ilusión óptica, pero es legítimo que nos interroguemos si no habría sido el sereno ejemplo del revisor el que, en ese tiempo, le anduvo preparando el terreno de donde habría de brotar la nueva novela. Esta vez no se trataba de mirar por detrás de las páginas del "Nuevo Testamento" a la búsqueda de contradicciones, sino de iluminar con una luz rasante la superficie de esas páginas, como se hace con una pintura para resaltarle los relieves, las señales de paso, la oscuridad de las depresiones. Fue así como el aprendiz, ahora rodeado de personajes evangélicos, leyó, como si fuese la primera vez, la descripción de la matanza de los Inocentes y, habiendo leído, no comprendió. No comprendió que pudiese haber mártires de una religión que aún tendría que esperar treinta años para que su fundador pronunciase la primera palabra de ella, no comprendió que no hubiese salvado la vida de los niños de Belén precisamente la única persona que lo podría haber hecho, no comprendió la ausencia, en José, de un sentimiento mínimo de responsabilidad, de remordimiento, de culpa o siquiera de curiosidad, después de volver de Egipto con su familia. Ni se podrá argumentar en defensa de la causa que fue necesario que los niños de Belén murieran para que pudiese salvarse la vida de Jesús: El simple sentido común, que a todas las cosas, tanto a las humanas como a las divinas, debería presidir, está ahí para recordarnos que Dios no enviaría a su hijo a la Tierra con el encargo de redimir los pecados de la humanidad, para que muriera a los dos años de edad degollado por un soldado de Herodes. En ese Evangelio escrito por el aprendiz con el respeto que merecen los grandes dramas, José será consciente de su culpa, aceptará el remordimiento en castigo de la falta que cometió y se dejará conducir a la muerte casi sin resistencia, como si eso le faltase todavía para liquidar sus cuenta con el mundo. "El Evangelio" del aprendiz no es, por tanto, una leyenda edificante más de bienaventurados y de dioses, sino la historia de unos cuantos seres humanos sujetos a un poder contra el cual luchan, pero al que no pueden vencer. Jesús, que heredará las sandalias con las que su padre había pisado el polvo de los caminos de la tierra, también heredará de él el sentimiento trágico de la responsabilidad y de ella la culpa que nunca lo abandonará, incluso cuando levante la voz desde lo alto de la cruz: "Hombres, perdonadle, porque él no sabe lo que hizo", refiriéndose al Dios que lo llevó hasta allí, aunque quien sabe si recordando todavía, en es última agonía, a su padre auténtico, aquel que en la carne y en la sangre, humanamente, lo engendró. Como se ve, el aprendiz ya había hecho un largo viaje cuando en el herético evangelio escribió las últimas palabras del diálogo en el templo entre Jesús y el escriba: "La culpa es un lobo que se come al hijo después de haber devorado al padre, dijo el escriba, Ese lobo de que hablas ya se ha comido a mi padre, dijo Jesús, Entonces sólo falta que devore a ti, Y tú, en tu vida, fuiste comido, o devorado, No sólo comido y devorado, también vomitado, respondió el escriba". Si el emperador Carlomagno no hubiese establecido en el norte de Alemania un monasterio, si ese monasterio no hubiese dado origen a la ciudad de Münster, si Münster no hubiese querido celebrar los 1.200 años de su fundación con una ópera sobre la pavorosa guerra que enfrentó en el siglo XVI a protestantes anabaptistas y católicos, el aprendiz no habría escrito la pieza de teatro que tituló "In Nomine Dei". Una vez más, sin otro auxilio que la pequeña luz de su razón, el aprendiz tuvo que penetrar en el oscuro laberinto de las creencias religiosas, ésas que con tanta facilidad llevan a los seres humanos a matar y a dejarse matar. Y lo que vio fue nuevamente la máscara horrenda de la intolerancia, una intolerancia que en Münster alcanzó el paroxismo demencial, una intolerancia que insultaba la propia causa que ambas partes proclamaban defender. Porque no se trataba de una guerra en nombre de dos dioses enemigos sino de una guerra en nombre de un mismo dios. Ciegos por sus propias creencias, los anabaptistas y los católicos de Münster no fueron capaces de comprender la más clara de todas las evidencias: en el día del Juicio Final, cuando unos y otros se presenten a recibir el premio o el castigo que merecieron sus acciones en la tierra, Dios, si en sus decisiones se rige por algo parecido a la lógica humana, tendrá que recibir en el paraíso tanto a unos como a otros, por la simple razón de que unos y otros en El creían. La terrible carnicería de Münster enseñó al aprendiz que al contrario de lo que prometieron las religiones nunca sirvieron para aproximar a los hombres y que la más absurda de todas las guerras es una guerra religiosa, teniendo en consideración que Dios no puede, aunque lo quisiese, declararse la guerra a sí mismo. Ciegos.El aprendiz pensó "Estamos ciegos", y se sentó a escribir el "Ensayo sobre la ceguera" para recordar a quien lo leyera que usamos perversamente la razón cuando humillamos la vida, que la dignidad del ser humano es insultada todos los días por los poderosos de nuestro mundo, que la mentira universal ocupó el lugar de las verdades plurales, que el hombre dejó de respetarse a sí mismo cuando perdió el respeto que debía a su semejante. Después el aprendiz, como si intentara exorcizar a los monstruos engendrados por la ceguera de la razón, se puso a escribir la más simple de todas las historias: Una persona que busca a otra persona sólo porque ha comprendido que la vida no tiene nada más importante que pedir a un ser humano. El libro se llama "Todos los nombres". No escritos, todos nuestros nombres están allí. Los nombres de los vivos y los nombres de los muertos. Termino. La voz que leyó estas páginas quiso ser el eco de las voces conjuntas de mis personajes. No tengo, pensándolo bien, más voz que la voz que ellos tuvieron. Perdonadme si os pareció poco esto que para mí es todo.

sábado, 30 de junio de 2012

"En el corazón de todos los inviernos vive una primavera palpitante, y detrás de cada noche, viene una aurora sonriente." Khalil Gibran
"Bailar es soñar con los pies." (Autor desconocido)La imagen reproduce una obra de la artista Mariana Kalacheva.
Escribo para que la muerte no tenga la última palabra”. Odiseo Elytis

Para construir un bello sueño - Joan Manuel Serrat

La poesía es una arma cargada de futuro - Serrat