lunes, 30 de abril de 2012

Homenaje a Miguel, obrero, mi padre.

VUELAN AVIONES SOBRE BAGDAD – Julio césar Castro ( Juceca ) En “El libro de los abrazos”, Eduardo Galeano cuenta que un padre, albañil y revolucionario, es interpelado por su pequeño hijo: “Papá, si no fue Dios, entonces, quién hizo el mundo?” Y el padre respondió dulcemente: “Hijo mío, el mundo lo hicieron los albañiles.” Esta noche, mientras veo por televisión que están bombardeando desde el cielo la milenaria ciudad de Bagdad, pienso en mi padre que era albañil y fabricaba un mundo cada día. Con él, después de cenar, salía tomado de la mano a la parte más oscura del fondo de casa, a mirar las estrellas. Él me señalaba la Vía Láctea, la Cruz del Sur, las Tres Marías, los Siete Cabritos. Me contaba historias increíbles de estrellas apagadas que seguían enviando su luz. De distancias y siglos de silencio. En las noches claras me mostraba, señalando con el dedo como si se tratara de manzanas al alcance de la mano, los cráteres de la Luna llena. Me hablaba de giros de planetas, y del hombre. Siempre del hombre. Decía que en el hombre estaba todo el universo..Albañil loco, hacedor de discursos de fuego en los andamios, fratacho en mano, arengaba ladrillos y dibujaba con cal un hombre nuevo. Levantaba palacios de mármol, y habitaba casilla de lata. Sabía bien de lo que hablaba. Sin escuela, le recortaba las horas al descanso para alimentar su hambre de libros que lo ayudaran a entender tantos asuntos. “Yo no lo veré, pero mis nietos sí”, decía el loco soñador de mundos buenos. Ahora, cuando los aviones de guerra surcan los cielos de Bagdad, lo recuerdo explicando las estrellas, el canto ferruginoso de los grillos, el croar de las ranas en los charcos, lo recuerdo compartiendo su asombro por esa guiñada en la panza de la luciérnaga, chisporrotear entre los pastos de la noche. “¡La naturaleza!”, decía, y se iluminaba. Ateo, se quitaba el sombrero para entrar en iglesias y cementerios a contemplar las obras de arte. El color, la arquitectura, la luz, todo el misterio. Se le iban los ojos. Pintaba, dibujaba. Manos heridas de porlan, maceta y cortafierro, antes de tomar lápices o pinceles se las suavizaba con una mezcla de aceite, azúcar y limón. Hubo también una guitarra, que a falta de estuche mantenía envuelta en una manta. Cada tanto le sacaba una milonga, un estilo, un asunto entre los dos, y la guardaba. Apago el televisor, cargado de bombas, humo y fuego, y salgo a mirar la noche. Son las mismas estrellas de mi viejo. La misma luna. Ignorante de muertes y distancias, sin ambición, el universo cumple sus movimientos infinitos. Esta noche, ha dicho el noticiero, modernos aviones de guerra han descargado toneladas de bombas inteligentes sobre la ciudad de Bagdad, hecha, como el resto del mundo, por los albañiles. Mi viejo, parado en el andamio de una nube, cargado de razón, arenga todavía.

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